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100 jueces y juristas españoles creen que hay que legalizar la droga y que es posible hacerlo
JOAQUINA PRADES
Cuando empezaron a impartir justicia creían que la represión era el arma más
eficaz en la lucha contra las drogas. Décadas de experiencia profesional les han
convencido de lo contrario: un centenar de jueces y magistrados españoles aplican
cada día una legislación antidroga en la que no creen, y así lo han hecho constar en
diferentes manifiestos en favor de su despenalización.
El más reciente, promovido por la Fundación Soros, fue presentado el pasado 8
de junio en la cumbre antidroga de la Asamblea General de Naciones Unidas. Lo
han suscrito 630 intelectuales de todo el mundo, entre ellos ocho premios Nobel.
Treinta de los firmantes son magistrados españoles de reconocido prestigio. Pero
ellos no han sido los pioneros. En febrero de 1991, más de 60 jueces refrendaron
una crítica demoledora contra la prohibición de las drogas elaborada por los
juristas del Grupo de Estudios de Política Criminal. Entre los firmantes está Emilio
Berlanga, juez del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, un magistrado con 25
años de experiencia en juzgados de Cataluña, Baleares y Andalucía. Cuando
Berlanga se estrenó en la profesión no cuestionaba la criminalización de las drogas.
«Tal vez porque entonces no constituían un problema serio», comenta. A medida
que pasaron los años y España se sumó al boom de la toxicomanía que Europa
vivió a finales de los sesenta, el trasiego de los yonkies por los juzgados españoles
ha sido constante.
Fue entonces cuando su ideología conformista sufrió la primeras sacudida:
«Estamos ante un callejón sin salida. El adicto necesita droga. El mercado siempre
se la proporcionará, sea o no legal. Al tratarse de un negocio incontrolado, le
llegará en pésimas condiciones y a precios disparatados. Lo primero le convertirá
en un enfermo, o, en el peor de los casos, en un muerto por sobredosis; lo
segundo, es una puerta abierta a la delincuencia, ya que el adicto roba y atraca
para pagarse la dosis. La penalización presenta consecuencias terribles», sintetiza
el magistrado. Un día llegó hasta su juzgado en Andalucía un grupo de
adolescentes borrachos, algunos en estado de coma. Fue un ejemplo elocuente de
que las leyes prohibicionistas «no resultan solo ineficaces. También son hipócritas».
«¿Por qué una sociedad es tolerante con una droga tan dañina como el alcohol y
criminaliza a quienes optan por otras sustancias?», se pregunta.
Es un interrogante que comparte Gregorio Álvarez, magistrado de primera
instancia del juzgado número 2 de Salamanca, quien también se pregunta:
«¿Tenemos derecho a utilizar la maquinaria del Estado para impedir a los
ciudadanos beber, fumar o drogarse? ¿No empeora las cosas la prohibición, tanto
para el edicto como para los demás ciudadanos? ¿Está actuando la ley que
prohibe la distribución de las drogas en interés público? ¿A quién beneficia la
prohibición? Este magistrado ha ido encontrando respuestas a lo largo de su
dilatada carrera profesional en juzgados del País Vasco, Cataluña, Extremadura y
Castilla-León. Ha presenciado un goteo de hombres y mujeres enganchados a las
drogas cuyas caras acaban por resultarle familiares según va girando el círculo
calle-droga-cárcel-calle-droga-cárcel....
«Sólo nos enfrentamos con el último eslabón de la cadena, el más indefenso»,
comenta Álvarez. Tan indefensos como esos padres que hace pocos meses se
presentaron en el despacho de Félix Pantoja, el coordinador de la Fiscalía de
Menores de la Comunidad de Madrid, para pedirle que detuviera a su hija de 18
años, toxicómana, porque en esos momentos se estaba prostituyendo en la Casa
de Campo. «Mejor encerrada que haciendo la calle», le dijeron. Pero él no pudo
hacer nada. Como tampoco Antonio Gil Merino, magistrado de la sección 7 de la
Audiencia de Sevilla, cuando la Guardia Civil se presentó en su juzgado de Palma
de Mallorca, en 1980, con un ciudadano detenido tal si fuera un delincuente. Uno
de los guardias le llevaba preso; el otro, el cuerpo del delito: dos macetas de
marihuana. O como Javier Martínez-Lazaro, juez de lo Penal número 4 de Madrid,
quien lamentó profundamente la muerte de Jarito, un chaval toxicómano al que
conocía de sus muchas visitas al juzgado de Instrucción de Aranjuez (Madrid).
«Este chico la palmará cualquier día, en cuanto le suministren un chute más puro de
lo habitual». Así ocurrió. Y eso mismo sospechaba cuando levantaba cadáveres de
heroinómanos, «día sí y día también», recuerda de su etapa de juez en Barcelona.
Ninguno de estos jueces se las vio nunca con los grandes capos de la droga. El
más veterano de todos ellos, Antonio Gil Merino, dice que en sus 34 años de
trayectoria profesional habrá condenado a centenares de camellos, pero nunca a
un pez gordo. Los datos aportados por Instituciones Penitenciarias confirman la
experiencia de los jueces: sólo 300 de los 38.000 presos españoles son
narcotraficantes, mientras 25.480 (el 68%) cumplen condena por delitos menores
relacionados con el tráfico y consumo de estupefacientes. «Colapsan los juzgados,
saturan las cárceles y aumentan las listas de infecciosos de los hospitales. Y sólo
son las víctimas de quienes mueven los hilos, aunque ellos, a su vez, sean verdugos
de otros igual de marginados e igual de perdidos». Como Victoria, una gitana de
Salamanca, viuda y madre de tres hijos, a la que juzgó Gregorio Álvarez en 1996
por tercera vez en seis años.
-Pero bueno, ¿otra vez por aquí?», le preguntó el juez. -Pues sí, señor juez. Ahora
usted me va a mandar a la cárcel. Yo lo comprendo, pero cuando salga volveré a
vender droga, y usted me volverá a encerrar y así estaremos hasta que me muera
yo o se muera usted.
-¿Y por qué no se aleja de todo esto?, insistió el magistrado.
- Tengo tres hijos ¿sabe?, y a uno ya se lo ha llevado la droga. Los dos que me
quedan están también enganchados; uno en la cárcel por robar y trapichear; el
otro, infectado. De manera que, mientras me tengan a mí, les daré la droga que
necesitan. ¿No haría usted lo mismo en mi lugar?
...
100 jueces y juristas españoles creen que hay que legalizar la droga y que es posible hacerlo
JOAQUINA PRADES
Cuando empezaron a impartir justicia creían que la represión era el arma más
eficaz en la lucha contra las drogas. Décadas de experiencia profesional les han
convencido de lo contrario: un centenar de jueces y magistrados españoles aplican
cada día una legislación antidroga en la que no creen, y así lo han hecho constar en
diferentes manifiestos en favor de su despenalización.
El más reciente, promovido por la Fundación Soros, fue presentado el pasado 8
de junio en la cumbre antidroga de la Asamblea General de Naciones Unidas. Lo
han suscrito 630 intelectuales de todo el mundo, entre ellos ocho premios Nobel.
Treinta de los firmantes son magistrados españoles de reconocido prestigio. Pero
ellos no han sido los pioneros. En febrero de 1991, más de 60 jueces refrendaron
una crítica demoledora contra la prohibición de las drogas elaborada por los
juristas del Grupo de Estudios de Política Criminal. Entre los firmantes está Emilio
Berlanga, juez del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, un magistrado con 25
años de experiencia en juzgados de Cataluña, Baleares y Andalucía. Cuando
Berlanga se estrenó en la profesión no cuestionaba la criminalización de las drogas.
«Tal vez porque entonces no constituían un problema serio», comenta. A medida
que pasaron los años y España se sumó al boom de la toxicomanía que Europa
vivió a finales de los sesenta, el trasiego de los yonkies por los juzgados españoles
ha sido constante.
Fue entonces cuando su ideología conformista sufrió la primeras sacudida:
«Estamos ante un callejón sin salida. El adicto necesita droga. El mercado siempre
se la proporcionará, sea o no legal. Al tratarse de un negocio incontrolado, le
llegará en pésimas condiciones y a precios disparatados. Lo primero le convertirá
en un enfermo, o, en el peor de los casos, en un muerto por sobredosis; lo
segundo, es una puerta abierta a la delincuencia, ya que el adicto roba y atraca
para pagarse la dosis. La penalización presenta consecuencias terribles», sintetiza
el magistrado. Un día llegó hasta su juzgado en Andalucía un grupo de
adolescentes borrachos, algunos en estado de coma. Fue un ejemplo elocuente de
que las leyes prohibicionistas «no resultan solo ineficaces. También son hipócritas».
«¿Por qué una sociedad es tolerante con una droga tan dañina como el alcohol y
criminaliza a quienes optan por otras sustancias?», se pregunta.
Es un interrogante que comparte Gregorio Álvarez, magistrado de primera
instancia del juzgado número 2 de Salamanca, quien también se pregunta:
«¿Tenemos derecho a utilizar la maquinaria del Estado para impedir a los
ciudadanos beber, fumar o drogarse? ¿No empeora las cosas la prohibición, tanto
para el edicto como para los demás ciudadanos? ¿Está actuando la ley que
prohibe la distribución de las drogas en interés público? ¿A quién beneficia la
prohibición? Este magistrado ha ido encontrando respuestas a lo largo de su
dilatada carrera profesional en juzgados del País Vasco, Cataluña, Extremadura y
Castilla-León. Ha presenciado un goteo de hombres y mujeres enganchados a las
drogas cuyas caras acaban por resultarle familiares según va girando el círculo
calle-droga-cárcel-calle-droga-cárcel....
«Sólo nos enfrentamos con el último eslabón de la cadena, el más indefenso»,
comenta Álvarez. Tan indefensos como esos padres que hace pocos meses se
presentaron en el despacho de Félix Pantoja, el coordinador de la Fiscalía de
Menores de la Comunidad de Madrid, para pedirle que detuviera a su hija de 18
años, toxicómana, porque en esos momentos se estaba prostituyendo en la Casa
de Campo. «Mejor encerrada que haciendo la calle», le dijeron. Pero él no pudo
hacer nada. Como tampoco Antonio Gil Merino, magistrado de la sección 7 de la
Audiencia de Sevilla, cuando la Guardia Civil se presentó en su juzgado de Palma
de Mallorca, en 1980, con un ciudadano detenido tal si fuera un delincuente. Uno
de los guardias le llevaba preso; el otro, el cuerpo del delito: dos macetas de
marihuana. O como Javier Martínez-Lazaro, juez de lo Penal número 4 de Madrid,
quien lamentó profundamente la muerte de Jarito, un chaval toxicómano al que
conocía de sus muchas visitas al juzgado de Instrucción de Aranjuez (Madrid).
«Este chico la palmará cualquier día, en cuanto le suministren un chute más puro de
lo habitual». Así ocurrió. Y eso mismo sospechaba cuando levantaba cadáveres de
heroinómanos, «día sí y día también», recuerda de su etapa de juez en Barcelona.
Ninguno de estos jueces se las vio nunca con los grandes capos de la droga. El
más veterano de todos ellos, Antonio Gil Merino, dice que en sus 34 años de
trayectoria profesional habrá condenado a centenares de camellos, pero nunca a
un pez gordo. Los datos aportados por Instituciones Penitenciarias confirman la
experiencia de los jueces: sólo 300 de los 38.000 presos españoles son
narcotraficantes, mientras 25.480 (el 68%) cumplen condena por delitos menores
relacionados con el tráfico y consumo de estupefacientes. «Colapsan los juzgados,
saturan las cárceles y aumentan las listas de infecciosos de los hospitales. Y sólo
son las víctimas de quienes mueven los hilos, aunque ellos, a su vez, sean verdugos
de otros igual de marginados e igual de perdidos». Como Victoria, una gitana de
Salamanca, viuda y madre de tres hijos, a la que juzgó Gregorio Álvarez en 1996
por tercera vez en seis años.
-Pero bueno, ¿otra vez por aquí?», le preguntó el juez. -Pues sí, señor juez. Ahora
usted me va a mandar a la cárcel. Yo lo comprendo, pero cuando salga volveré a
vender droga, y usted me volverá a encerrar y así estaremos hasta que me muera
yo o se muera usted.
-¿Y por qué no se aleja de todo esto?, insistió el magistrado.
- Tengo tres hijos ¿sabe?, y a uno ya se lo ha llevado la droga. Los dos que me
quedan están también enganchados; uno en la cárcel por robar y trapichear; el
otro, infectado. De manera que, mientras me tengan a mí, les daré la droga que
necesitan. ¿No haría usted lo mismo en mi lugar?
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